jueves, 24 de febrero de 2011

La casa de Don Atilano Serra

Cuento corto 

Cuando murió Don Atilano Serra únicamente le sobrevivía Carlos, un sobrino lejano. Varias veces el anciano intentó que lo visitara pero amablemente el sobrino siempre le ponía pretextos, eso sí, bastante convincentes porque Atilano jamás modificó su testamento. Le heredó todo lo que tenía.

Ni siquiera muerto Carlos tuvo tiempo de ir a la casa de su tío, mando un empleado para que le dijera como estaba la situación y éste le comentó que la casa estaba llena de cosas viejas e inservibles, tal vez con la esperanza de que le permitiera encargarse de ellas y aprovechar lo de valor, pero lo ocupó en otras cosas y el empleado jamás tuvo acceso nuevamente a la casa.

A Carlos no le interesaba conservar ni la casa ni lo que tenía dentro. Siendo de un estilo minimalista todo lo que olía a polvo y a viejo le daba alergia y el dinero no le faltaba. La solución práctica era vender la casa y olvidar el asunto. En una inmobiliaria le dijeron que si la quería vender rápido le convenía ofrecerla vacía y sin antiguallas, así que sin más mandó un camión de su compañía y una horda que le hubiese dado envidia al huno Atila con la orden de vaciar la casa y dejarla sin nada.

Llegaron el día señalado a las ocho de la mañana.

Por las escaleras volaron a un tiempo un viejo fonógrafo, igualito al que hace poco se vendió en 50 mil pesos en E-bay, después de él cayeron al unísono dos antiguos payasos de porcelana. La horda, que a duras penas conocía el disco compacto y las figuras de yeso de las ferias, no lamentó el hecho y sí celebró el ruido que hicieron al caer. Los cuadros con sus respectivas pinturas sirvieron para emular las películas de Capulina y fueron rotos uno tras otro en las cabezas de algunos de ellos. Los cubiertos de metal si los respetaron, los juntaron todos en una caja y se los vendieron a una persona que pasaba comprando metal por kilo, junto con varios adornos de un metal oscuro que resultó ser oro sucio. Con la venta de los cubiertos alcanzó para dos kilos de carnitas y tres refrescos de dos litros.

Los muebles y otros utensilios fueron sacados a la calle y la gente que pasaba se llevó los que soportaron la caída de las escaleras, patadas y empujones. Los demás despojos fueron destrozados y arrojados al camión. La ropa fue a parar en el carrito de un afortunado barrendero que andaba por allí. Alguien encontró una caja con joyas escondida detrás de un ropero y se la guardó en su mochila, solamente para que desapareciera después misteriosamente de la vista de su dueño (vaya gente ladrona). Botellas de vino fueron estrelladas en la pared del pequeño patio posterior, intentando atinarle al nicho que en alguna ocasión debió alojar una estatua. Los libros, esos extraños objetos de papel que ya casi nadie usa, algún avispado los reconoció y tuvo el tino de rescatarlos de la banqueta. Los libreros de caoba fueron a parar a una tienda a cambio de veinte gansitos y diez pingüinos.

Los vecinos al principio preguntaban si se podían llevar esto o lo otro, después del medio día ya ni preguntaban, situación que no incomodó para nada a los vaciadores porque la prisa corría, a la noche había partido de futbol y les convenía limpiar la casa para ir por las chelas y la botana. En cosa de diez horas se vació el lugar. Lo que no fue desaparecido por los transeúntes se subió en el camión de treinta toneladas para irlo a tirar rápidamente. Lo que allí no cupo por la módica cantidad de cien pesos fue subida a un camión sacaescombros que pasaba y a las siete de la noche Carlos recibió el recado de su asistente que la casa estaba vacía totalmente.

Tres semanas después la casa se vendió en dos millones de pesos. Lo que estaba dentro valía tres veces más.
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